Te mando el mejor beso que puedo, y tan largo como tú quieras”, le escribió Simon de Beauvoir a Nelson Algren. “Si quieres saber con exactitud cuánto te quiero, tienes que sacar la cuenta de las veces que he empleado una letra: cuántas veces la a, cuántas veces la b, etcétera. Toma ese número, multiplícalo por 10,345 y habrás averiguado aproximadamente el número de besos que me gustaría darte a lo largo de la vida”. La intelectual enamorada. La química del cuerpo y del alma que hace que dos se junten. Lo dice John Travolta en Vaselina: “Sandy, quizá un día, quién sabe cómo, quién sabe dónde, nuestros mundos serán uno solo”. Los griegos ya lo sabían. La mitología afirma que antiguamente hombres y mujeres convivían en un solo cuerpo. Fueron separados por los dioses, cansados de su insolencia, pues eran tan perfectos que competían con lo divino. Desde entonces buscamos nuestra media naranja. “El que ama no vive consigo sino la mitad, y la otra mitad, que es la mejor parte de él, vive y está con la cosa amada”, como dijo Fray Luis de León. Encontrar al otro, complementarse en el otro. Por eso el amor no se busca, sucede. Los franceses dicen que es un latigazo. Es la flecha de Cupido en forma de una voz que se extraña, de unos labios que aspiran al beso. “No hay solución fuera del amor”, como afirmó André Breton. Amaos los unos a los otros, como lo estipula la Biblia. Amor a la pareja, a los hijos, a los seres queridos, a la hermana piedra, a los animales, al universo que nos rodea, a la vida entera que nos ha tocado, a nuestra particular y muy breve circunstancia humana. Es el ágape, el banquete de vida compartida, y la negación festiva del resentimiento y la soledad. El cristianismo opone la otra mejilla. Gandhi habló de la Satyagraha, o verdadera fuerza del amor, como instrumento para el cambio social. Martín Luther King siguió sus pasos y opuso amor a la violencia racista. “Si quieres trabajar por la paz del mundo, vete a casa y ama a tu familia”, como sugirió la Madre Teresa. O lo que André Bretón le dijo a su hija en El amor loco: “Deseo que seas locamente amada”. ¡Qué aspiración tan pura, tan exacta, tan sublime! Se lo dice cuando está a punto de cumplir dieciséis años, “pronta a encarnar ese poder eterno de la mujer, el único ante el cual me he inclinado”. Propongo una cosa, con todo y lo cursi que suene: hacer de ese deseo el nuestro, para los demás y para nosotros mismos. La consigna es amar y ser locamente amados. Estar agobiado de todo menos del amor, que nos salva y nos redime. El propio Octavio Paz entendió que al amar “brotan alas en la espalda del esclavo, el mundo es real y tangible, el vino es vino, el pan vuelve a saber”. Estar enamorado, con todo y que uno se sonroje al decirlo. Estar enamorado, y aunque el amor también es lágrimas y celos, dolor e incomprensión, conflictos de pareja y la eterna lucha por el pan, asumirlo como un compromiso vital. Enamorarse como acontecimiento único y extraordinario, volver a sentir las mariposas, experimentar en un beso todas las respuestas del universo, ser feliz porque sí, vivir en carne propia el mandato de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Llenarse de frases amelcochadas, de caricias honestas, de un nuevo brillo en la mirada, de flores sin espinas. Saber que el amor no es para siempre si no se renueva y que no es para todos sino para unos cuantos privilegiados. Repetir, como Beauvoir: “Nunca te vas de mi corazón. No habrá muerte entre tú y yo”.
Mauricio Carrera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario